La pieza trata de llevarnos a ese momento de la niñez de Mari Ángeles, donde disfrutaba y era feliz en sus salidas al campo con su abuelo, la estrella en la pieza, y a su regreso encontraba ese maravilloso botijo con agua fresquita de su querido pueblo.

gres, porcelana, engobes y madera de sabina

Obra creada para la exposición “Microrrelatos de Jérica”

EL BOTIJO por Mari Ángeles Chavarría

En las salidas al campo, no podía faltar el botijo. Mi abuelo iba cargado de bártulos, y éste era uno de ellos.

            En mi pueblo no había problema de agua. Había fuentes por todas partes. Es la suerte de ser un pueblo de montaña. Antes teníamos un río más caudaloso, nos bañábamos en él y daba gusto ver caer el agua en “Los Chorradores”. Ahora va por temporadas. A veces solo fluye un hilillo y se siente algo de añoranza del Palancia abundante.

            Aun así, todavía nos refrescan las fuentes: El Clero, La Salud, Randurías, El Carmen, la de La Piedra, la de Santa Águeda, la de Capuchinos...Pero, claro, no puedes llevar la fuente a cuestas, por muchas que haya. Por eso llevábamos el botijo.

            A mí me parecía fascinante que, incluso en el calor del mediodía, el agua del botijo estuviese tan fresca, casi, como en la misma fuente. Mi abuelo me explicaba que eso ocurría porque el material del botijo era de arcilla y no recuerdo por qué razones eso afectaba para que el botijo “sudara” y enfriara el agua. También me dijo que funcionaba mejor en lugares secos, como nuestra zona, que en húmedos. Siempre me sorprendía de lo mucho que sabía mi abuelo, él que no tenía enciclopedias ni veía la televisión. Solo escuchaba la radio algún rato y observaba mucho. Eso sí, permanecía atento y aprendía de todo. Yo quería ser aprendiz de todo como él. Porque curiosa ya lo era. Bueno, y también quería ser profesora y escritora. Pero eso era aparte de lo de ser aprendiz de todo.

            El agua corría cristalina. Era de manantial. Y mi abuelo conocía todos los lugares donde poder beberla. Yo conocía muchos y me encantaba descubrir rincones nuevos. De ahí mi afición, que trasladé a mis primos y a mi hermano, de descubrir senderos secretos por el pueblo. Aun ahora, de adulta, entre un camino ancho y una senda apenas perceptible entre algunas rocas y hierbajos, me decanto por la senda. Y la osadía me premia con el encuentro de alguna flor, una rama de romero o alguna piña.

            Entonces, si no veo una fuente cercana, echo en falta el botijo de mi abuelo y el regalo del trago que inundaba la boca de frescura.

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